Abril

Al pasar la curva resulta que la carretera empieza a empinarse un poco. Subo un par de piñones para no agobiarme demasiado, y sigo mirando la línea continua del arcén para no perder la referencia. Es abril y venimos desde Valencia. Esta tarde queremos llegar a La Pedriza para pasar el Viernes Santo. Tenemos el sol encima, hace mucho calor y el viaje se está haciendo exageradamente largo. Los cuerpos no son los mismos después de cuatro días.

En lo que llevamos de camino hoy -unos 40 kilómetros, no más- hemos parado ya tres veces. La primera fue para esperar a Isabel, que tenía la rodilla magullada y se quedaba cada vez más lejos. Al rato fue Alberto el que levantó la mano cuando pasamos por un merendero y estuvimos bebiendo un poco de agua para refrescarnos. Serían como las 12,30 o por ahí cuando paramos por tercera vez.

Fue por Inés: se mareó y, al instante, Iván decidió que paráramos, y nos apartáramos un poco hacia la cuneta, cerca de un pequeño prado en el que Inés se tumbó mientras Isabel le cogía las piernas y se las mantenía en alto. Desde la sombra, Iván la miraba como yo la hubiera mirado hace tres años. Como la hubiera mirado siempre si las cosas no se hubieran torcido tanto. Alberto le dejó una gorra para taparle la cabeza e Inés decidió continuar "por lo menos un ratillo, hasta que lleguemos al siguiente pueblo". Al subir a la bici, cruzamos un momento la mirada. Ella se quedó atrás para que nosotros marcáramos el ritmo.

La carretera se empina un poco más, así que bajo directamente al plato pequeño e intento ajustar la respiración al esfuerzo, pero no lo consigo. No porque esté cansado, sino porque estoy muy nervioso y este calor no me deja pensar o, más bien, no me deja dejar de pensar. Procuro fijarme en la rueda de Isabel para relajarme pero a los cien metros de cuesta se deja caer un poco hacia atrás del grupo y yo ocupo su lugar, unos cinco metros detrás de Iván, que mantiene su ritmo fijo, sentado, como si nada, demostrándonos a todos lo hombretón que es, sí señor. Gran tipo este Iván que se está intentando tirar a la chica de mi vida, que la abraza por las noches cuando dormimos al raso y ella dice que tiene miedo, que le sonríe y la besa en la mejilla cada mañana cuando se levanta, mientras ella devuelve su sonrisa de una manera que pretende ser inocente pero no lo es.

Llega otra curva pero la cuesta no acaba, al contrario, se endurece. El calor pega las ruedas al asfalto. El sol me llena de sudor la cara y poco a poco el resto del cuerpo. Me da la sensación de que no puedo seguir el ritmo de Iván, que empieza a ser absurdamente elevado, pero me pongo de pie en la bici y me acerco algo a él, separándome demasiado de Isabel, Inés y Alberto. No conozco estas carreteras, pero en el mapa no venía una cuesta así, desde luego. Cojo el bidón y bebo un poquito, pero escupo el agua enseguida porque está recalentada ya de tantas horas de marcha. Iván mira hacia atrás, parece orgulloso el muy cabrón. Sigue apretando, pero bueno... no nos pongamos nerviosos, al fin y al cabo todo lo que sube, baja, y ya recuperaré más tarde.

No le dejes escapar, Miguel, no le dejes escapar.

Me pongo de pie en la bici subiendo otro piñón y acercándome poco a poco a él. Mirando fijamente su rueda como hago siempre, sin que exista nada más.

En la siguiente curva parece que se acaba la cuesta. ¡Aguanta Miguel, dale una lección! Cuatro metros, tres, dos, Iván se pone de pie, acelera. Desde lejos se oyen los gritos de Inés y Alberto,"parad tíos, ¿dónde vais?", pero no es el momento, hay que darlo todo.

Estoy casi esprintando para ponerme a la altura de Iván pero él tampoco cede. Un coche pasa a nuestro lado y nos pita porque casi invadimos su carril. Me da igual. Cojo la estela del coche y me pongo delante de Iván. No queda nada, cincuenta metros y llega la bajada, veinticinco, diez, le voy a dar una lección... el coche frena, y supero a los dos, satisfecho, volando por el aire antes de caer en la cuneta. Por delante de todos. Esta noche Inés sólo hablará de mí.

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