Febrero

Era de esperar: Recoletos está hasta arriba de coches y no llegaré nunca. Es la nieve. La calzada tiene hielo y todo el mundo va despacio, avanzando de diez en diez metros, agolpándose poco a poco en los semáforos. Queda una barbaridad: subir hasta Colón, pasar Castelar, Nuevos Ministerios, Cuzco y ahí girar a la izquierda hasta Orense. Lo dicho, no llegaré nunca.

El conductor sube el volumen de la radio.

–¿Se ha enterado...?
–Sí, claro, tremendo.

Lo vimos anoche en el telediario de madrugada, los dos todavía abrazados en la habitación de hotel con las bolsas por el suelo y los cartones vacíos de las hamburguesas abiertos en la otra cama. Mi dedo jugueteaba en su espalda, palpando el relieve de su tatuaje a la altura del hombro, mientras ella cambiaba de canal compulsivamente, aburrida...

–Me gusta lo de ‘la muerte dulce’ –dijo ella.
–Sí, es precioso.
–No seas idiota, ¿te imaginas dormirte y no despertar jamás?
–Ni siquiera puedo imaginar dormirme con lo que tengo que madrugar mañana.
–Eres un soso.
–Siempre.
–¿Por qué no me haces un masaje?
–¿Por qué no me lo haces tú a mí?
–Porque tú me has dejado.
–Las otras dos veces me dejaste tú.
–Da igual, ¿por qué no me haces un masaje?

Se iba quedando dormida con el sonido de las noticias ya fijas en la pantalla.

–Mañana no me despiertes, ¿hasta qué hora está pagada la habitación?
–Hasta las doce no te pueden echar.
–Las doce entonces. Intenta no hacer ruido.

La nieve es bonita, pero la lluvia... ¿A quién le gusta la lluvia?, ¿cuánta gente estorba en Madrid cuando llueve? Me gustaría ver mi cara en este momento, ahora que los efectos de la ducha se van pasando y los párpados vuelven a caerse y marcarse alrededor de los ojos. Va a ser un día largo en la oficina, eterno... con presentación de cuentas y todo... Un buen día para quedarse hasta las doce en la cama, desde luego.

Empieza a amanecer y se puede apreciar el brillo de la nieve mezclada con la escarcha en las cunetas. Los coches aparcados están completamente blancos y las ramas desangeladas de los árboles que se suceden por la Castellana gotean copos de nieve y agua. La lluvia va en aumento, el hielo desaparece poco a poco con el pasar de los coches y nos acercamos a mayor velocidad a Nuevos Ministerios. Mitad del camino.


–¿Le importa que fume?
–No, descuide, no me importa.

María fuma demasiado. No lo digo yo, lo dice su médico y eso debería bastar, pero no. El recuerdo que me quedará es el de una chica que se levanta por las noches y se queda sentada en la cama fumando un cigarrillo. Insomnio y cigarrillos, excelente combinación. Nuestra relación ha llegado a un punto en el que no está claro si volveré a verla; cada día, en ese sentido, es una sorpresa.

–Mañana tienes que trabajar –dijo ella, ayer, cuando se lo propuse.
–Da igual, recogeré los papeles de casa y los traeré a la habitación.
–Debes de estar muy desesperado para querer que vayamos a un hotel, ¿o es que te sientes culpable?
–No seas cruel. ¿Vamos?
–¿Traerás algo de cenar, luego?
–Luego.

Y esta mañana estaba dormida y justo antes de irme me acerqué a la cama para darle un beso en el tatuaje y susurrarle al oído: «te quiero», como si fuera verdad. Como si le importara. ¿Dónde queda el amor en todo esto? El amor dura lo que tarda una puerta en cerrarse.

Siempre pienso que la siguiente llamada será la última, el siguiente mensaje no será contestado, pero nunca es así. Carreras por Preciados de madrugada, citas en estaciones de metro, encuentros furtivos en hoteles... María me atrae de la misma manera que me aleja tantas veces, y al revés, ella me necesita tanto como de alguna manera me desprecia.

El taxi cruza delante del Estadio Santiago Bernabéu aprovechándose del carril bus. Hay una tela de lluvia codificando el paisaje. Tampoco tenía por qué haber salido escopetado. Tengo todo el día para preparar la presentación y además empiezo a estar harto de llamadas, papeles, corbatas, zapatos...

En Cuzco nos disponemos a dar la vuelta a la rotonda para enfilar Sor Ángela de la Cruz. El camino se va acortando y de frente aparece el edificio, como una especie de monstruo canoso. La verdad es que no quiero: no quiero seguir, no quiero llegar, no quiero agradar, no quiero impresionar a nadie con gráficos y palabrería... Al menos hoy, no quiero. No me apetece. Todavía puedo apurar unas horas de tregua.

Justo antes de llegar a la altura de Orense le hago una señal al taxista:

–Disculpe, siento decirle esto, pero vamos a tener que volver al hotel. Me he dejado algo en la habitación

Enero