Enero

Rosa se queda en el probador más tiempo del normal porque sabe que, cuando salga, Alberto va a estar ahí, esperándola, dispuesto a hablar de todo lo que pasó en Barcelona. Por eso –para hacer tiempo– vuelve a probarse los pantalones negros que ha escogido y no sabe bien si quedarse con la talla 36 o la 38.

Rosa teme que Alberto se le vaya a declarar en cualquier momento –ya hizo algo parecido, borracho, el pasado sábado en un bar de la calle Aribao– y como ella misma no está muy segura de lo que siente, aunque desde luego no es amor, no quiere tener esa conversación que, según Alberto, no pueden seguir retrasando.

Así que, cuando la dependienta intenta ayudarla a elegir y le dice que la 36 le queda mucho mejor y que «aunque la 38 te la podrías poner, en realidad te queda un poco holgada», Rosa le responde que no está muy segura, y que prefiere volver a probárselos, y se queda ahí metida mientras Alberto suspira y piensa que todavía le quedan los vaqueros y empieza a abrir y cerrar las manos para intentar tranquilizarse.

Se siente un poco responsable de la situación: al fin y al cabo es él el que se está enamorando de Rosa... o al menos eso cree. Dejémoslo en que tiene la duda y que esa duda cada vez se está haciendo más grande. Tiene que hablarlo con ella porque es evidente que, desde aquella noche en Barcelona, su trato no es el mismo: no le quiere coger el teléfono, nunca responde a sus e–mails y, si coinciden en alguna fiesta, ella se muestra esquiva y el tema nunca acaba de salir.

Al cabo de un rato, Rosa sale de los probadores, deja amontonada junto a la dependienta la ropa que no va a comprar y se dirige a la caja, feliz porque ya tendrá algo que ponerse en el trabajo. Alberto se queda algo tenso pero sonríe porque es lo que mejor hace y ella le dice: «hala, ya está», y él la sigue por el pasillo hasta llegar a la cola, donde se quedan parados y se miran.

–«Me encantan las rebajas», dice ella, y él no dice nada, sino que asiente con un movimiento de cabeza y pone cara de estar interesado.

Se vuelven a quedar los dos hombro con hombro mirando hacia la caja y los diez minutos de espera se le hacen eternos a Rosa, que sigue escrutando los pantalones y contempla seriamente la posibilidad de volver a coger los de la talla 36, que, al fin y al cabo, son los que le había recomendado esa chica.

Cuando salen los dos del Zara, algo distantes, se reencuentran con el frío ya casi olvidado de la calle Arenal.

–Tengo que ir al metro –dice ella– ¿Tú hacia dónde vas?
–Al metro, sí. He quedado con Marta.
–Ah.
–Sí. Vamos al cine, creo... Línea 5, ¿te importa?
–No. No pasa nada. No hace tanto frío.

Se ponen a andar hacia Sol y suben por Preciados, donde se quedan literalmente atascados porque todo el mundo quiere estar en ese sitio a esa hora. Para relajar la situación y relajarse él mismo, Alberto intenta hacerla reír con algunas tonterías. Es su estilo: lo hacía continuamente cuando trabajaban juntos y se pasaban las horas de comida metidos en cualquier bar del barrio de Tetuán.

Su problema ahora mismo es que, aunque quiere explicarle todo, no sabe con qué frase empezar, y considera que la frase con la que empiece la conversación va a ser clave en cómo vayan las cosas, por eso descarta uno a uno todos los comienzos dramáticos del tipo «tenemos que hablar» o «tengo que decirte algo», y sólo cuando ya están llegando al metro de Callao suelta:

–«No me arrepiento de lo de Barcelona...», y como ella se le queda mirando, asustada una vez más, matiza: «...me refiero a que, si lo pienso aquí, en Madrid, me parece que todo fue un error... pero no estábamos en Madrid», y Rosa se calla y mira hacia abajo un instante.

–«Ya», responde y como ve que Alberto se ha quedado bloqueado, aunque se imagina todo lo que no le ha oído decir porque no es tonta, se agarra firmemente a lo que sí ha oído: que fue un error, y remata:

–«Por mí no te preocupes, yo creo que está todo bastante claro», y lo dice muy convencida e incluso sonriente, como aliviada, y Alberto también sonríe hasta que llegan finalmente a la parada de metro, donde Rosa, que está cada vez más tensa y deseando que todo esto se acabe, le besa suavemente en un lugar indefinido entre la mejilla y los labios y se le queda mirando durante unos segundos hasta que Alberto dice:

–«Bueno, me voy, he quedado en un cuarto de hora con Marta, sólo me queda llegar tarde...».

Y Rosa no le pregunta si va a dejar a Marta –aunque en el fondo espera que no– pero cuando entra en el metro para coger la línea 3 y volver al trabajo, con la bolsa de ropa en la mano, pensando en el resto de la tarde que le queda por sufrir, no puede evitar acordarse de Aribao y de Tetuán y de su antiguo trabajo y de lo mal que lo ha hecho todo de un tiempo a esta parte.

Por eso, media hora después, su jefe no entiende por qué Rosa está hoy más melancólica que nunca, por qué no le escucha y no habla apenas, y Marta no entiende por qué Alberto no acude a su cita en el intercambiador de Avenida de América cuando, tradicionalmente, es ella la que llega tarde, y se pone muy nerviosa porque tiene una conversación pendiente con él. Desde que conoció a ese chico el fin de semana que Alberto pasó en Barcelona.